Por Fernando Sosa
Hay una gran diferencia entre arte popular y populismo disfrazado de cultura popular.
Y esa diferencia no es estética, ni técnica: es ética y política.
Porque el arte popular de verdad no se baila con el dedo levantado ni se reparte en flyers con logos oficiales. El arte popular nace en el barrio, en la calle, en los talleres sin recursos, en los músicos que se rompen el lomo para grabar un demo o sostener una banda, en los artistas que se autofinancian, que tocan a pérdida, que crean desde la precariedad sin esperar nada a cambio.
Mientras tanto, muchos que ocupan cargos institucionales viven como si fueran gestores culturales... pero no gestionan nada. Están sentados sobre escritorios, cobrando sueldos, sin haber generado una sola idea propia. A muchos los he visto de cerca. Algunos se llenan la boca hablando de inclusión, de participación, de arte emergente. Pero en los hechos, lo que hacen es reproducir el círculo cerrado del amiguismo, la obsecuencia y la comodidad.
El mundo del revés: artistas que pagan por tocar
En Córdoba —como en tantas partes— pasa lo impensado:
Músicos que tienen que pagar para tocar en un bar, poner su equipo, traer su público, moverse como productores y promotores... solo para que los dueños del local “les presten el espacio”.
O festivales que se llaman “populares” pero le asignan al metal, al punk o al rock independiente un escenario al costado, al lado de los baños químicos.
Eso no es arte popular.
Eso es discriminación cultural con marketing institucional.
Si estuviera en el lugar de ellos
Si yo tuviera un lugar real de poder, no se armarían espacios para que siempre toquen los mismos. Se crearían escenarios rotativos, circuitos reales, fondos transparentes, convocatorias abiertas.
Se priorizaría al músico local con trayectoria. Al que no tiene “amigos” en el gobierno pero tiene obra, esfuerzo y calle.
No se vendería cultura empaquetada en “ferias gourmet” con cuarteto de fondo como única expresión artística autorizada.
Habría espacio para todas las músicas, todas las voces, todos los lenguajes. No solo para lo que garpa en votos.
En otro país serio, sería otra historia
Lo digo con la frente alta:
En cualquier otro país con una política cultural seria, yo estaría en un cargo real, gestionando, diseñando políticas, dando lugar a los que no tienen lugar.
En lugar de eso, acá tengo que remar en dulce de leche, con tipos acomodados en planta permanente que me robaron ideas y se las adjudicaron como propias.
El Comicazo, por ejemplo, no fue fruto de esos burócratas que están sentados cobrando un sueldo en la Agencia Córdoba Cultura o en áreas municipales. Fue mi idea, mi gestión, mi esfuerzo. Ellos estaban rascándose. Y cuando vieron que algo funcionaba, lo tomaron como suyo, sin ni siquiera tener la decencia de reconocer quién los sacó de la modorra.
Eso no es solo falta de ética. Es choreo institucionalizado, avalado por la burocracia que reproduce y premia la obsecuencia, no la creatividad ni el mérito.
Y lo digo como lo viví: me silenciaron, me invisibilizaron, me descartaron. Porque para ellos es más cómodo quedarse con las ideas que invitar a la mesa al que las pensó.
Porque el arte popular de verdad...
No es una foto con la Mona.
No es comer criollitos en una feria con logo institucional.
No es hablar de “territorialidad” desde una oficina con aire acondicionado.
El arte popular de verdad es el que molesta, desacomoda, genera pensamiento, crea comunidad, construye redes, denuncia lo que está mal. Y si eso no se entiende desde quienes deberían representar al pueblo en las políticas culturales, entonces estamos en el horno.
Lo popular no es populismo.
Y lo verdadero no debería necesitar disfraz.
“No soy bonito, pero soy insistidor.”
Esa frase, que alguna vez dije en broma, se transformó en consigna. Porque es la insistencia lo que me sostiene. Porque si yo no hablo por mí, nadie lo hará.

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