🜂 Parte I — El eco anticipatorio de Heroína
(Análisis y lectura curatorial)
Por Paula Santoro
Heroína es más que una historia de ciencia ficción. Es una lectura anticipatoria del colapso social argentino, una obra que, desde su germen en los años noventa, presintió la deriva del poder, la droga y la juventud hacia un mismo territorio de sombras.
Su autor, Fernando “Nano” Sosa, todavía estudiante de Bellas Artes, imaginó una distopía llamada Suburbia, una urbe latinoamericana sumida en el caos. Allí, pandillas de estética metalera distribuían una droga nueva, fabricada en un laboratorio dirigido por un hombre poderoso, calvo y sin escrúpulos: Alacrán.
El eco simbólico con lo que hoy se vive en Argentina —laboratorios, corrupción política, juventudes marginalizadas y narcotráfico industrializado— es asombroso.
El título, Heroína, funciona como clave poética y social. Es la ambigüedad entre la sustancia y la salvadora, entre la esclavitud y la redención. La protagonista, hija de un científico cooptado por el sistema, sobrevive a una sobredosis y resurge marcada —con un ojo ciego, como símbolo de la pérdida de la inocencia— para vengar la muerte de su padre y destruir al imperio químico que lo corrompió.
Sosa logró, sin proponérselo, una radiografía del futuro: el vínculo entre poder político, laboratorios y control social a través de las drogas. Lo que en los noventa era intuición, hoy es titular.
Y hay un dato que potencia aún más esa anticipación: en aquella época, la droga vedette era la cocaína. No existían todavía las drogas sintéticas ni el auge de los opioides como la heroína o el fentanilo. Sin embargo, Sosa ya imaginaba un mundo devastado por una sustancia nueva, letal y diseñada en laboratorios.
De algún modo, predijo el paso del narcotráfico artesanal al industrial.
También se adelantó al auge de los relatos de mujeres vengadoras. Años antes de Kill Bill, cuando el feminismo popular ni siquiera era una agenda pública, Heroína ya planteaba la figura de una mujer que resurge del trauma y encarna la resistencia.
Era —sin buscarlo— un manifiesto de emancipación femenina en clave cyberpunk.
Como si el arte, una vez más, hubiera funcionado como antena, registrando las frecuencias del porvenir.
🜂 Parte II — Heroína: la ficción que anticipó la realidad
(Por Fernando “Nano” Sosa)
En 1997, mientras la Argentina vivía la resaca neoliberal de los noventa, cuando la palabra “narcotráfico” apenas aparecía tímidamente en los noticieros, concebí una historia llamada Heroína.
El título jugaba deliberadamente con el doble sentido: la sustancia y la protagonista. Era el retrato de un mundo en ruinas, una Suburbia latinoamericana donde las drogas de diseño, las pandillas y el poder económico formaban una misma maquinaria.
Yo aún era estudiante de Bellas Artes, no sabía si terminaría dedicándome a la historieta, pero sentí la necesidad de escribir lo que estaba viendo venir.
En esos años, la droga dominante era la cocaína. Las drogas sintéticas aún no existían en el país y nadie hablaba de opioides. Sin embargo, en mi historia, una sustancia nueva —un opiáceo de laboratorio— se convertía en el arma invisible del poder. Esa elección no fue casual: intuía que el futuro del narcotráfico no estaría en los callejones, sino en los laboratorios.
Heroína nació de una lectura social: percibía cómo la marginalidad se expandía, cómo el poder político empezaba a cruzarse con los laboratorios y el dinero sucio. Ya se hablaba de la efedrina, de los hijos del poder, de las noches en Nueva Córdoba y Buenos Aires. Pero la gente miraba para otro lado.
En mi historia, un empresario calvo llamado Alacrán, dueño de un laboratorio farmacéutico, utilizaba a las pandillas para distribuir una droga nueva y letal. Su principal químico, un científico obligado a producir esa sustancia bajo amenaza, creaba en secreto una armadura de defensa para su hija: la futura Heroína.
Cuando el padre es asesinado y la joven es dada por muerta tras una sobredosis, resucita —como metáfora y destino— con un ojo ciego y una nueva conciencia. Convertida en guerrera, busca destruir al laboratorio y a la red que envenenó su mundo.
Hoy, casi treinta años después, la realidad argentina parece un eco de aquella ficción.
El triple crimen de Florencio Varela, las redes de trata juvenil y los laboratorios vinculados al poder político reviven el escenario que imaginé: el narcotráfico como rostro industrial del sistema.
Casos como el de Ariel García Fulfaro, dueño de laboratorios implicados en el tráfico de efedrina, muestran que la droga dejó de ser solo un fenómeno barrial para convertirse en un negocio de elite con ramificaciones políticas.
El destino de esas pibas, reclutadas como dealers o prostitutas adolescentes, no es diferente al de mi protagonista: víctimas y a la vez engranajes de una maquinaria más grande que ellas.
Por eso creo que Heroína no fue solo una historia de ciencia ficción. Fue una advertencia. Un grito desde el futuro que hoy vuelve como presente.
En un país donde los laboratorios negocian con la muerte y los políticos sonríen en los brindis, la figura de esa chica que resucita con una cicatriz y decide pelear —no solo contra los narcos, sino contra la indiferencia— se vuelve más real que nunca.
El presagio de una década: lectura anticipatoria y crítica social
A comienzos de los 90, cuando la euforia neoliberal prometía modernidad y abundancia, El presagio irrumpía como una parábola oscura sobre el colapso moral de una generación que comenzaba a confundirse entre la velocidad del consumo, la pérdida de ideales y la estetización de la violencia.
La historieta no sólo retrataba la descomposición social de la época, sino que la anticipaba. En esos años, la droga vedette era la cocaína, monopolizada por el poder y distribuida por sus propios hijos, símbolos de un sistema que devoraba a su descendencia. Todavía no existían las drogas sintéticas ni la efedrina —que llegarían después como nuevos instrumentos del control y la alienación—.
El “presagio” no era entonces una metáfora fantástica, sino una advertencia social y política disfrazada de relato marginal.
El eco estético y político
Antes de que el cine global redescubriera el arquetipo de la mujer guerrera con Kill Bill o que el feminismo pop lo convirtiera en emblema, El presagio ya presentaba una figura femenina que desbordaba el rol de víctima o acompañante. La protagonista no era una heroína clásica, sino una sobreviviente endurecida por la violencia del entorno, una especie de “ángel caído” que emerge del caos urbano.
En ese gesto narrativo se anticipa una relectura del poder, del cuerpo y del deseo que el discurso artístico de los 2000 recién comenzaría a procesar.
Una lectura desde el presente
Hoy, El presagio puede leerse como un espejo profético de los tiempos que siguieron: la banalización de la violencia, la mercantilización del cuerpo, la fetichización del sufrimiento y el entretenimiento como anestesia colectiva.
Pero también como un documento generacional, un testimonio de resistencia simbólica frente al avance del cinismo y la cultura del descarte.
Cierre editorial
Revisitar El presagio más de tres décadas después no es sólo un ejercicio de nostalgia, sino un acto de arqueología cultural. Su potencia no reside en lo explícito, sino en lo que intuía sin saberlo: que la verdadera decadencia no iba a venir del fin del mundo, sino de la pérdida del sentido.
Esa historieta, nacida en los márgenes, sigue hablando con una claridad que incomoda. Porque, en el fondo, el presagio no era una profecía: era un espejo.

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